Me siento en la tumbona, una de esas bajitas diseñadas para tumbarse en la playa. Es cómoda. La coloqué estratégicamente en una esquina del patio, debajo del techado, para poder disfrutar de los días de lluvia sin mojarme. El patio es pequeño. Intento decorarlo para que parezca más grande. Aún recuerdo lo desvencijado que estaba cuando nos mudamos a esta casa de pueblo. El año pasado lo pinté de color óxido hasta un metro y medio, de ahí hasta lo más alto lo dejé del amarillo que pintó Mario hace trece años. ¡Cuánto cambió desde aquel día!
Hoy, las plantas alegran el espacio. Consigo que estén verdes y hasta han florecido. Las abono, las riego, las podo, las observo minuciosamente. No hablo a las plantas. Desde hace algún tiempo solo mantengo discusiones conmigo misma. A veces también con los demás. Busco respuestas que no encuentro y soluciones que no hay. Aún quiero más plantas sembradas en las mismas macetas; crasas, aromáticas, enredaderas, trepadoras… La vegetación alivia la distancia de la naturaleza más salvaje, esa que te da vida, energía y buen humor. La que está al otro lado de la isla, en la sierra, entre la “garriga” y los pinares, entre los “ullastres” y los olivos.
Siento los pájaros cantar. Su canto es alegre y dicharachero porque el sol brilla entre las nubes. No los distingo, no me hace falta. Se van turnando en el canto hasta callarse por la noche. Me gusta su sonido.
Laya se sienta frente a mí, paciente, me mira sin que le haga demasiado caso. Se va, traspasa la gatera de la puerta, atraviesa el salón y se sube al sofá. Está consentida y se acurruca al cobijo de sus amos, atenta a nuestros movimientos. Duerme profundamente la mayor parte del día. Se hace muy mayor y noto como se despista. Laya y Nima son de raza shih tzu, tienen buen carácter y controlan mis pasos. No quiero pensar en el día que se vayan. He tenido más perros, pero ellas son especiales.
Una pandilla de moscas y algún abejorro se empeñan en acompañarme. Intento ignorar el zumbido de los insectos. Escucho platos que chocan y algún niño que grita. Hace tiempo que no se sienten fiestas en los patios vecinos, ni rezos a Alá.
No hace demasiado calor y la sombrilla se aposta cerrada en medio del patio. Me gustaría quitarla porque es un estorbo, tropiezo en ella una y otra vez. La esquivo, la rodeo. Da esa sombra tan imprescindible en verano. Poner un toldo sería un engorro.
La campana de la Iglesia da la hora. No cuento los toques. Es un templo bonito, en lo alto de pueblo, frente al ayuntamiento. Tocan a muerto y me pregunto quien será el fallecido. En realidad me da igual, apenas conozco a los vecinos. En la fachada lateral De la Iglesia se refleja la sombra de las palmeras. Me gusta fotografiar la iglesia y el empedrado de la calle.
Frente a mí, la barbacoa de obra, también espera la llegada de las noches en las que asamos pimientos, carne, patatas, embutidos, pescados u otras viandas. Me gusta cenar fuera y ver las estrellas con una copa de vino. Hablar de todo y de nada, compartir esos instantes mágicos de luna llena, de menguante o de creciente cuando todos duermen. Apago las luces y quedo en silencio. Las estrellas recuerdan la inmensidad y lo diminuto de nuestro planeta, de nuestro mundo, de nosotros mismos.
A mi derecha, una mesita baja, de madera ligeramente carcomida, salvada del camión de la basura, luce ahora recién pintada, de un gris azulado llamado “caipirinha”. Encima, tres macetas pequeñitas; un farolillo blanco medio oxidado que un día compré en Ikea, de esos que ambientan con una vela dentro, y queda espacio para el libro y una taza de té. En mi casa no hay muchos muebles nuevos. Me gusta recuperar las pequeñas joyas que los demás se empeñan en despreciar. Me gustaría saber la historia de sus antiguos dueños. Saber que guardaba la abuela en los cajones de la cómoda o en los estantes del armario de espejo que hoy presiden el salón de mi casa. Saber cómo y dónde los compró. Conservar esos muebles, para mí, es conservar de cierta manera la presencia de los antepasados, el espíritu de los que no están entre nosotros. Hay días que necesitaría despojarme de todo, pintar las paredes de blanco y permanecer sentada en mi zafu negro. Otros, me ahogo en la inmensidad y huyo a mi refugio de doce metros cuadrados.
Cierro los ojos y sueño. Soy incapaz de dormirme en el patio. Me imagino a mi misma, descansando en una hamaca y leyendo un libro. Nima me saca del trance, rasca la puerta con la pata, no sabe pasar por la gatera. Le abro la puerta, menea el rabo y se tumba a mi lado y al de Laya.
Las moscas continúan dando vueltas. El sol se ha quedado ensombrecido y las campanas insisten en avisar de la hora del responso.
Miro la mesa de metal, en la que nos sentamos a comer, y me acuerdo de los cojines pendientes de coser y del mantel de verano, de la última vez que fuimos más de dos. Hace tiempo que no cocino para amigos. Hace tiempo que los amigos no vienen a casa. Tampoco la familia. Mi sobrina dice que hay fantasmas en la casa y tiene miedo. Tal vez los haya, la casa tiene más de cien años. Los fantasmas no hacen nada —le digo. Su miedo es su excusa. Nadie la acostumbró a pasar temporadas con los tíos.
La tarde se apaga. La ropa mojada cuelga del tendedero que atraviesa a lo ancho el patio.
Hoy no toca regar. Cierro los ojos e intento seguir con mis sueños, con mis pensamientos, en esta soledad acompañada dentro de mi caparazón.
El cielo se ha vuelto gris. No quiero recordar tormentas a las que nunca tuve miedo. Recuerdo el campo infinito de margaritas en dónde me tumbé para hacer una foto; la torre a la que me subí para atrapar el paisaje; el río que crucé para llegar a la cascada; los vapores que inhalé para ver las explosiones del géiser; el frío en la cueva de hielo; la melancolía de la barca amarrada en la orilla del lago. Imagino viajes que no volveré a hacer y lugares para descubrir. Abro los ojos y la realidad es un patio en una casa, en el centro de una isla. La realidad es el ahora, mi casa.
Me encanta tu blog. Leyéndolo y con mi vecino tocando la guitarra es como si estuviera allí. Me quedo con las ganas de conocer tu casa. Algún día me presento.
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Muchas gracias. Cuando quieras, eres bien recibida.🤗
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Gracias por tu apoyo a mi blog. Gracias a eso te conocí y me está agradando lo que leo, este artículo es muy familiar, muy agradable, un relato muy íntimo compartido se agradece mucho, me ha parecido estar viendo todo lo que describes. Muchas gracias y saludos!
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