Llegamos a la playa cuando la luna se reflejaba en el mar. El Pantaleu era una silueta abultada y oscura a unos metros de la orilla. Se quitó la ropa y desnuda fue sumergiendo todo su cuerpo con la lentitud que obliga el frío del agua en el calor del verano. Seguí sus pasos. El bañador apretaba la barriga, intentaba levantar el culo y sujetar unos pechos que habían perdido la consistencia de la juventud. Conocía el fondo de arena. Evité nadar a la derecha para no hacer pie encima de las rocas aristadas que el agua tapaba. Tres brazadas y casi había alcanzado las boyas que prohibían el paso de los veleros. Oía cómo los cables de acero chocaban contra el palo mayor. Una tenue luz roja y otra verde marcaban el lugar exacto del balanceo del Simpsom. Sí. Un día logré navegar hasta allí. También me tiré al agua desde el Peregrino, en aquella misma cala. Hay lugares que siempre son destino para una historia. Metí la cabeza bajo el agua como queriendo limpiar de mi memoria aquellos recuerdos, aquella tarde de besos robados y copas vacías, lo malo y lo bueno, el pasado y el presente. No fueron suficientes las inmersiones para despejar de mi cabeza las incógnitas de mi vida.
En la orilla, él me observaba, pensando en que todo había sido una pesadilla o tal vez ni siquiera pensaba en mí.
Pasaron los años. No volvimos a bañarnos en aquella playa. De tarde en tarde nos robamos besos. Él posa su mano en mi pierna y sonríe. Yo, sigo soñando.
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