Hoy, es un domingo de esos en los que los planes se posponen, un domingo de desayuno lento entre legañas, la cama revuelta y café humeante. Las manecillas del reloj avanzan a su ritmo. Mojo los suspiros que me recuerdan la infancia, dentro de la taza, con la voracidad de quien no ha cenado la noche anterior.

El café no desempolva la modorra, los planes toman forma de sueño bajo la luz del sol de invierno. Esa luz que a hurtadillas llega al sofá y se va hasta la cocina, y que me obliga a cerrar los ojos.
Probablemente, en un rato, cuando el sol este detrás de la montaña y haya que encender la lámpara, pensaré en esa excursión que no hice, en esa aldea que no visité.
Pero al cuerpo hay que escucharlo y de tanto en tanto mimarlo, acunarlo y dejarlo dormir bajo el resplandor de diciembre, en casa. En esta casa de risas y llantos. En esta casa de recuerdos en dónde siempre está ella. En donde ya no chocan los cacharros en el fregadero; la televisión no habla y habla de buena mañana; donde el ruido de la lavadora enmudeció en la noche; la cocina dejó de quemar el carbón y la chapa se oxida; ya nadie entra y sale al corredor para encender un cigarro y lanzar el humo al aire y la colilla a la calle; el vendedor de cupón dejó de pararse delante de casa, el panadero ya no aprieta el claxon del furgón; ya pocos venden por los pueblos.
Veinte años después queda el silencio y la pereza de veinte años más viendo pasar el tiempo, asomada, mirando al valle, con la presencia de tu recuerdo.
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