Roma y el paso del tiempo

En el tercer hueco de la quinta balda coloco las guías de viajes, los planos y las leyendas de lugares en donde una vez estuve o a donde el tiempo no me llevó. No me apresuro. Sé que tardaré años en sacarlos de nuevo de su sitio. Separo y desempolvo sus páginas. En cada libro me paro y busco en su interior algo que me recuerde el momento en que llegó a mis manos. Son ellos lo que me recuperan de esa desmemoria del tiempo. Cuando remuevo los libros aparecen los recuerdos.

Un mensaje de WhatsApp, mi amiga me anuncia que se va a Roma. Estuve en Roma, me alojé en un hotel, no sé cuál, no recuerdo nada de la habitación, tampoco de hall. Durante una semana, cada día cruzábamos un parque. Estaba relativamente cerca de Termini. No aparece ningún tren en mis recuerdos de Italia. Visualizo una tienda con todo tipo de pasta en la entrada a la estación. Tal vez no estuviera en la estación. No creo que entrara en Termini si no iba a coger un tren. Me subí al tren para ir a Zermat; en el TGV para llegar a París. No recuerdo la estación de París.

Mi amiga me pide consejo sobre qué ver en Roma y mi mente se esfuerza por encontrar algo más de lo que vienen en las guías de viaje. Le explico el lugar exacto en dónde se encuentra La Piedad de Miguel Angel —Según entras en la Basilica de San Pedro, a la derecha. No dejes de ver la estatua de San Pedro y fíjate en sus llaves— le digo. Han pasado muchos años. No recuerdo cuantos, no hubo nada en mi vida que me marcara el momento en que visité la ciudad de los Papas. A menudo, antes o después de un viaje me pasan cosas. Después de Praga se casó Blanca. Finlandia fue antes que Nueva Zelanda. París fue el primer viaje con mi marido. ¿Y Roma? Entre las guías de viaje encuentro un ejemplar de Condé Nast Traveler dedicado a Roma. Algunos lugares están marcados con un punto hecho con boli azul. Busco los créditos y mi vista apenas logra ver las letras: no hay fechas. Una fotografía de la Piazza Navona me recuerda que era 1 de mayo, había mucha gente en la manifestación del Día del Trabajador. Alguien nos dijo que en los aledaños estaban los extremistas montando follón. Tampoco cené en Trastevere, de esto estoy segura. Me detengo en cada página, leo y observo las imágenes. Fue delante del Panteón, construido en los tiempos de Augusto, allá por el año 27 antes de Cristo, donde comí el peor pesto de mi vida. Nunca se me olvidará. Estaba en una terraza de un bar, a la izquierda de la entrada del inmenso edificio gris —menos mal que el sabor no se retiene en la memoria, al menos en la mía— Tampoco recuerdo el sabor del reno, ni del alce, ni del pescado con patatas fritas de la costa del mar de Tasmania.

No hay rabos de pasas suficientes para recuperar el ayer. Las imágenes se forman con otras imágenes. Los recuerdos se tiñen de mentiras soñadas, sueños que no fueron. Pinceladas extrañas remarcan paisanajes en torno a lugares inolvidables.

La visión se oscurece, las letras empequeñecen. Las articulaciones chirrían al levantarme para coger los lentes. Los anuncios de la televisión ya no suenan tan fuerte. Subo el volumen para escuchar mi canción favorita en la radio del coche y con el semáforo en rojo me paro, la gente me mira raro.

Los hijos de mis amigas ya son adultos y tienen niños. Frente el espejo hay una extraña a la que le cuesta regalarme una sonrisa. Ya no le pido una carcajada.

Y pese a los surcos que arañan mi piel, sigo buscando sitios que recorrer, ríos que cruzar y paisajes que fotografiar.

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5 comentarios sobre “Roma y el paso del tiempo

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  1. Qué bello texto que, en el fondo, parece dedicado a cómo el tiempo nos va desdibujando la memoria de aquellos lugares que alguna vez visitamos y recorrimos, generalmente en nuestra juventud. En mi caso, me quedan grabadas las sensaciones y también muchas imágenes, pero es cierto, me sería imposible recordar todos los detalles de esos viajes de entonces, en inter-rail, atravesando Europa hasta Estambul (en mi caso, hasta Chipre), pertrechada de mi mochila, las siempre necesarias botellas de agua y las energías inagotables de la juventud. Curiosamente, mi peor pizza de mi vida la comí en Italia, también, pero en Venecia. Al parecer, lo mejor de Italia son sus monumentos y sus piedras cargadas de Historia, pero no su comida, jaja! 😉 Un abrazo! :*

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