Primero vio la foto. Después llegó el recuerdo de aquellos años, de la costumbre que tenía y que abandonó cuando se fue de la ciudad. Un café, un periódico y una mañana por delante. Y después, la tertulia con conocidos, el paseo por las calles que llevaban al mercado. La compra del pan, y alguna cosa más. Cocinar. Comer. Recoger y fregar la cocina. Un rato juntos en el sofá y más tarde, cada uno a lo suyo. Él con sus amigos, el fútbol, las cartas y los cubatas. Ella, a sus cosas… cocinar, planchar, limpiar, algún paseo con la amiga o visitar a los padres. En aquellos años ella no fue feliz. Porque la felicidad acaba en el mismo instante en que se deja de serlo. La felicidad es el momento mágico en que uno se consagra a sí mismo y a sus placeres. Es ese instante en que nadie perturba el momento en que se está a solas con los pensamientos; con su micromundo; con sus cosas; haciendo lo que más se quiere. Ahora lo sabe. Sabe que la vida es líquida y se escurre entre los dedos, desapareciendo por el desagüe de la vejez.
Los días de entonces

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