Tarde de verano en la ciudad. Sin prisa, paso a paso, recorro calles menos concurridas de lo habitual. Los edificios centenarios permanecen ajenos a las cuestiones que traen en un sin vivir al Pueblo, al Clero y al Estado, la gente contagiada agoniza en el laberinto de la pandemia rodeados de tecnología, víctimas de un virus para el que la vacuna no existe. Como aquella otra pandemia que llamaron gripe Española.
Alcanzo el mar con la mirada e inspiró profundamente el aire filtrado por la celulosa. Miro el infinito y pienso en volver a embarcarme. Vuelvo la vista atrás y no dejo de admirar los arbotantes que durante tantos siglos han sustentado el peso de la magnificencia gótica.
Hay callejones oscuros, silenciosos, vacíos, a los que asomarse da miedo. Hay calles anchas que soportaron tráfico denso y millares de turistas en su asfalto, aliviadas hoy de contaminación.
La naturaleza urbana sobrevive a la falta de cuidados y luce esplendorosa sin obstáculos humanos. En S’Hort del Rei respiro el abandono, entre pintadas y muros deteriorados. Continúo el camino hasta la plaza de la Reina, última parada de aquellos que en días nublados llegan de S’Arenal en busca de souvenirs y selfis.
La resaca del confinamiento ocupa alguna mesa en el Born con animada charla o tal vez con la sola intención de permanecer atento a los sonidos de una ciudad que en el verano del dos mil veinte dejó de gritar.
No se ha levantado el telón del Teatro Principal. La noche susurra y los más rezagados apuran la vuelta a casa. Hoy han salido a pisar el asfalto, mañana ya se verá.
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