Busca el rayo de sol en el rincón del patio. Se tumba con la cabeza alta y las patas traseras ladeadas. Incapaz de dormirse, vigila atenta mis movimientos. La miro y se levanta. Hace amago de acercarse, para rascarse detrás de la oreja. Continúa su camino hasta mis pies. Vuelve a tumbarse. Mira hacia la puerta. Sabe que alguien falta. Sabe que dentro de la casa está su hermana mayor. Nima le ha tomado el relevo a Laya y me acompaña en cada momento. No se separa de mí, me acompaña sin pedirme nada a cambio. No ladra. Aprendió a comunicarse con la mirada. A veces me toca con la pata para recordarme que ella está ahí y también quiere atención.
Nima llegó a casa cuando mi madre se fue. Tenía otras costumbres, otra vida muy diferente.
Laya y Nima se acostumbraron a vivir juntas. Laya enseñó a Nima a correr por la playa, por el campo, a pasear por los caminos. Nima aprendió a tumbarse panza arriba como hacía Laya. Se olvidó de lo que era el miedo, de las patadas bajo la mesa sin que mi madre pudiera defenderla, de los trozos de pan que le engordaron hasta impedirle caminar.
Los años de Laya son los mismos que llevo en el pueblo. La edad la han vuelto desconfiada, egoísta, huraña. A la hora de la siesta, se convierte en una extensión de mi cuerpo. Se pega a mi espalda, a mis piernas o a mi barriga. Se acurruca y se queda dormida. Despierta y busca a Nima. Juntan sus hocicos y se recuestan juntas. Saltan y corren por la casa. Juegan a morderse las patas. Se revuelcan y gruñen. Paran y se miran, me miran. Vuelven a mordisquearse sin morderse. Se ladran y cuando una de las dos se cansa paran, se separan y se tumban. De vez en cuando levantan la cabeza y se buscan. Todo está en calma. Se duermen hasta que uno de nosotros se levanta, entonces abren los ojos y sin desperezarse nos sigue.
Les gusta viajar. Se les ve felices. Disfruto de verlas correr. Las dos tienen miedo a las olas del mar y a la fuerza del agua del río. Laya avanza entre las rocas, sigue rastros, olisquea las piedras y las hierbas. Nima la sigue, a veces la imita. Laya corre y Nima la sigue a un par de metros con la lengua fuera. Los caminantes las miran y sonríen. Laya los saluda levantando sus patas delanteras. Nima mueve el rabo. —¡Nima, Laya, venir!— se suben a la furgo. Continuamos el viaje.
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