Las noches se alargan y se funden con la madrugada. Amanece y el silencio no te despierta. Media vuelta y cuando ya las sábanas se desenredan y el colchón te echa, el sol está en todo lo alto. Y tú tomando el café con leche y tostadas a la hora del vermut. Quien sabe a que hora comerás y el qué. Pero ¿que importa? Las vacaciones son así, dejar el cuerpo y la mente a su albedrío, y que los días pasen sin saber cuántas horas faltan para volver a tener la cabeza en la almohada.
Y transcurren los días con la rapidez que no deseo porque la monotonía me vigila esperando verme llegar. Me revelo. Acabo el café y de un salto ya estoy en el baño. En menos de media hora ya estamos en ruta.
Seguimos las recomendaciones de un amigo de las redes. Había colgado un par de fotos y mi curiosidad hizo que me interesara sobre el paisaje. El lugar no estaba demasiado lejos, aunque la excursión podría acortarse o alargarse cuanto quisiéramos.
Subimos el puerto de Pajares recordando anécdotas de aquellos años de juventud en que subir al Brañillín era la ilusión de los fines de semana del invierno que no acababa. Mas de tres décadas de aquellos días de nieve y vinos calientes en Valgrande y aún recuerdo las paradas de vuelta a casa en el Mesón el Ruchu.
Pasamos de largo la desviación de la estación de esquí, llegamos a Arbas y sentí la nostalgia al ver el abandono de un pueblo que sin haber formado parte de mis destinos, una noche de invierno hizo mella en mi. Pero es otra historia.
Llegamos a Busdongo. Parada obligatoria para asturianos de camino a León o de vuelta a casa. En Busdongo se para a hacer dos cosas; a comprar pan de Castilla, magdalenas y suspiros, además de alguna otra cosa que abunda en la ya única panadería del pueblo; y se para también para picotear un poco de embutido con buen vino leonés en Casa Maragato. Tanto la panadería como el bar no tienen pérdida porque están en la misma carretera, frente a la estación del tren.
Seguimos hasta Villamanín. Una señal de tráfico indica “Rodiezmo”. Vuelven los recuerdos. La fiesta de “prau” bajo los arboles a la que me llevaban los abuelos. Y los saludos a los líderes sindicales y políticos de la época. Sólo sabía que eran personajes que salían en la tele, en blanco y negro. Una época de democracia recién estrenada en dónde las chaquetas de pana no se habían tirado a la basura. En aquella época de puño en alto, aún no se sabía que sería el gas natural, los yates y la corrupción. Fruncí el ceño, cerré los ojos. Nos desviamos a la izquierda en el primer cruce, seguimos de frente.
Destino Cerulleda. El trayecto marcado nos llevaría por el curso del río Corueño. Era el camino recorrido por Julio Llamazares en su “Río del Olvido”. Los pueblos de veraneos, los que le trajeron a la memoria su infancia.
Atravesamos lugares abandonados. Otros de tres o cuatro casas, los geranios lucían sus flores de colores. En el campo las vacas pastaban. No eran como las de mi infancia, no eran blancas y negras. Eran pardas y no daban tanta leche. Su destino era el matadero y las cámaras frigoríficas de las empresas cárnicas.
Entre montañas y carreteras estrechas, llegamos a Carmenes. El pueblo estaba desierto. En los jardines de las casas, se veía gente refugiada en su mascarilla. La algarabía de veranos pasados se echaba de menos. La fuente frente a la iglesia nos dio de beber.
El camino se alargaba pese a la corta distancia hasta llegar a las hoces de Valdeteja. Aparcamos al lado de la carretera. Al lado, un par de furgonetas. No eran pescadores, pasaban el día tomando el sol, tumbados a la orilla del río cristalino. Resguardados entre las rocas leían, comían o charlaban dependiendo del momento. Cruzamos el puente y seguimos un camino de hierba y restos de lo que parecía una vía. El paisaje estremecedor, dejaba sin habla al ver el surco que el río había hecho en aquellas montañas tan altas. El sol resaltaba el blanco de los pedreros. El agua acompasaba el sonido del entorno que por aquella hora estaba carente de graznidos. Algún cencerro a lo lejos. Y coches que pasaban en busco de algún rincón como aquel en dónde sacar la fiambrera y remojar los pies.
Después de comer seguimos carretera arriba hasta llegar a Cerulleda viendo puentes medievales, casas de piedra y pastos verdes. La tarde se había echado encima y la niebla asomaba en las cumbres.
Regresamos por Boñar. En Puebla de Lillo paramos a tomar algo y nos cobraron, en un bar de la plaza, a precio de turista extranjero, dos cervezas por cuatro euros. La fuente echaba agua y allí sí que la algarabía de los domingueros, embutidos en pantalones y botas de senderista, anunciaba que era agosto y domingo.
Decidimos desviarnos por la derecha y evitar el descenso del Puerto San Isidro. Subimos hasta el alto del puerto de las Señales y de allí volvimos a casa entre la niebla espesa por el puerto de Tarna. La niebla no dejó ver el paisaje hasta bien abajo, casi llegando a Campo de Caso. Estábamos en el Parque Natural de Redes. A pocos kilómetros de casa.
La ruta es el resumen de muchas rutas que se pueden hacer desde cada uno de los pueblos y caminos por los que hemos pasado. Paisajes inolvidables que a veces el viajero desconoce por no adentrarse en lo desconocido, por miedo a los caminos estrechos o tal vez a la incertidumbre de lo que se ha de encontrar.
La aventura de viajar y los sabios consejos de Pachu Menéndez nos ha llevado a conocer un poco mas los montes astur-leoneses.
Un recorrido muy familiar para mí… tiempos especiales de niñez y juventud. Gracias por este magnífico viaje.
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Gracias Isabel.
Seguramente habrá muchos más lugares que hayamos compartido y que hoy recordemos con la añoranza de los buenos momentos de nuestra infancia.
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