Buscaba alcanzar la luna y por las tardes se dejaba acariciar por el sol. Temeroso de las tormentas, lloraba en cuanto las nubes se tornaban de gris oscuro y los pájaros revoloteaban inquietos de un lado a otro. Solía mirar al suelo buscando al ejército de hormigas alineadas de a una, o tal vez de dos, con el botín sobre sus cabezas marchando a paso ligero. Descendían al fondo de la tierra arcillosa, resquebrajada y a veces estéril, cargadas con la mercancía que triplicaba su tamaño.
Aquella tarde soplaba una suave brisa de poniente y él permanecía bajo el olmo, tumbado en la hamaca que había construido con media docena de palets que encontró una noche al ir a tirar la basura. El ladrido del perro atado en la finca del vecino le ponía nervioso. A su lado permanecían Tula y Lula, dos mastines hembras que de tanto en cuando le sacaban de su ensoñación con los ronquidos habituales
Le gustaba leer. Los filósofos contemporáneos eran sus favoritos. Aquel domingo acababa de coger un libro del monton que iba agrupando en sus visitas a la librería del pueblo. Abría el libro de cuentos por la página cincuenta cuando sonó el claxón del coche que acababa de aparcar al otro lado de la valla de su jardín. Oyó la voz conocida de aquella mujer saludándolo insistentemente. Él no esperaba a nadie. A nadie le había contado jamás la ubicación de su refugio. Su nombre sonó de entre los labios de aquella mujer.

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